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«Madre, madrecita, ten presente que muero por persona honrada»

La Nueva España
ASTURIAS

Las violaciones o las descargas eléctricas en los pezones también estaban a la orden del día. Las que aún creían que su detención era una equivocación y que en unos días volverían a casa, comprendían, en medio de este almacén humano, que su final estaba cerca. Las más optimistas confiaban en que su petición de indulto fuese escuchada por Franco y que conmutase su pena de muerte por 30 años de cárcel. Ése era el camino para salvarse.

El único contacto de las reclusas con el exterior en estas semanas o meses eran las escuetas visitas familiares y, sobre todo, la correspondencia. Una correspondencia que debía eludir los controles penitenciarios siendo escondida en los paquetes con ropa que entregaban a sus seres queridos.

En esas cartas, las encarceladas hacían un ejercicio de autocontrol para no transmitir a sus familias todas las penurias que estaban viviendo. Así lo hacía Julia Conesa incluso un día antes de su fusilamiento, en su penúltimo contacto con su madre. A ella le decía: «Mamá, no pienses en nada, que todo se arreglará y pronto nos abrazaremos. Mira, yo río y canto y no pienso en nada». Sin embargo, dejaba entrever la angustiosa situación tan sólo unas lineas más abajo: «Mamá, necesito avales para que vayan junto con firmas de los vecinos y ve a ver a todas las personas que conozcas, pues es de mucha urgencia lo nuestro». Una petición de ayuda difícil de responder, pues en esos tiempos pocos se atrevían a dar la cara por alguien acusado de pertenecer al bando republicano.

Al final, «la saca»

De nada sirvieron los ruegos. Joaquina y Julia fueron fusiladas, tal y como estaba previsto, el día 5 de agosto.

Aquella noche calurosa despertaron sobresaltadas por el sonido de los cerrojos y los pasos de las funcionarias. Era un «ritual» que ya habían visto llevar a cabo con otras compañeras antes de su último viaje. La directora y su lugarteniente recorrían las dependencias buscando a aquellas que componían «la saca», la lista de las condenadas a muerte, «Las trece rosas», trece mujeres idealistas, la mitad de ellas menores de edad, la mayor, de 29 años.

Juntas recorrieron los últimos metros de su vida. Primero, hacia la capilla de la prisión, donde se confesaron y escribieron cartas de despedida para las familias. Después, una a una, atravesaron la puerta de la cárcel para subir al viejo camión que las llevaría hacia su destino final. Eran las 4 y media de la mañana y en apenas 15 minutos recorrieron los 500 metros que las separaban del cementerio del Este. Allí se bajaron del camión y comprobaron sobre el muro del camposanto lo que hasta ese momento se habían negado a comprender.

Puestas en línea sobre la pared, lo último que pudieron oír fue el estruendo de una descarga de balas sobre sus cuerpos cuando apenas comenzaba a despuntar el día.

El resto tan sólo lo pudieron escuchar sus compañeras de encierro, que, desde Ventas, contaron los tiros de gracia con los que remataron a las jóvenes. Uno, dos, tres... hasta trece. «Las trece rosas» habían muerto.

Sin embargo, el último deseo de una de ellas, Julia Conesa, se cumplió, a pesar de lo que hubiesen querido sus ejecutores. Se lo hacía saber a su madre en esa última misiva escrita antes de morir: «Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermano y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. (...) Que mi nombre no se borre en la historia».

La sobrina nieta de Julia, Constanza Paje, siempre lo supo, pese a que nunca pudo hacer preguntas: «Durante muchos años éste era un tema del que no se podía hablar. Equivalía a hablar de su muerte». Con el paso del tiempo, las preguntas van obteniendo respuestas teñidas de sufrimiento y de dignidad: «Es algo doloroso, injusto, que produce rabia y mucha impotencia. No había hecho nada malo. Por esto he visto llorar muchas veces a mi abuela».

Este dolor y, sobre todo, el empeño de los propios familiares ha hecho que la última voluntad de Julia Conesa, que su nombre no se borre de la historia, se haya cumplido.

Constanza asegura que todos estos detalles van saliendo a la luz «gracias al esfuerzo de algunas instituciones y de las propias familias, que no querían que esto se olvidase».

¿Y el perdón? ¿Hay sitio para el perdón hacia aquellos que mataron a Julia, a Joaquina y a tantas otras?

«Sí se perdona, pero con mucha capacidad de sacrificio y de tragarse todo el dolor. El ser humano es capaz de muchas cosas. No hay nada más destructivo...», afirma Constanza, que también es pesimista en cuanto a nuestra capacidad de aprender de los errores: «No aprendemos. Seguimos enviando gente a morir en las guerras».